I

Llegó la invitación hace tres días y, la verdad, quedó perdida en la oscuridad del buzón. Es que ya ni el banco escribe cartas. Aún así, es curioso que en la mayoría de las casas los buzones sigan cumpliendo una íntima función: gritarle al mundo que vives ahí, que aquel es tú reducto, que en ese espacio infinitesimal está tú hogar. Es cierto que las placas de concienzudos nombres y apellidos las sostiene un espacio vacío, o a lo más lleno de intrascendentes papelajos, pero como muchos sólo se acuerdan de él en el momento de trasladarse a la nueva residencia, tal vez sea una metáfora del reto de llenar cada nueva morada de cosas importantes.

Con todo, el buzón de nuestro protagonista suele tener más tráfico de lo habitual. Su padre, semanalmente, pese a su inexorable Parkinson, sigue hojeando diariamente el periódico, sigue rasgando y troceando artículos de interés, sigue haciendo anotaciones con bolígrafo negro en los márgenes y sigue introduciendo los recortes en sobres, pegando los sellos, escribiendo las direcciones con admirable trazo firme y enviando las cartas a hijos y nietos como cordón umbilical.

La de hoy podría ser una de esas cartas, pero la dirección no está escrita con bolígrafo negro; arriba a la derecha no hay sello, solo un prefranqueo; y el sobre es de formato longitudinal. A todas luces debiera ser publicidad, pero el gramaje despide cierto aire íntimo y las letras tienen apariencia de haber sido estampadas con alguna Olivetti recién desempolvada.

 

Sin esperar a que llegue el ascensor, rasga el destinatario la solapa, que cede fácil como si la goma del borde solo llevara saliva. Extrae el folio, que se despliega por sí mismo como un acordeón y lee con interés:

Madrid, 18 de diciembre de 2024
Querido autor:
Nos gustaría reunirnos con usted para celebrar estos veinte años. Nos vemos el próximo viernes en el más allá de los cuentos perdidos.
Un sincero abrazo,
Ginés Portales

“Ya veinte años”, es lo único que acierta a musitar el autor.

II

Al más allá de los cuentos perdidos se llega por las mismas sendas por las que transita la vida de pasados y futuros, de llegadas y partidas, de descubrimientos y olvidos, de inventos y desusos. Uno camina y en el recodo más inesperado surge una fonda de ventanas de madera, restos de nieve en la puerta, hojarasca húmeda sobre el tejado y una chimenea humeante, porque nada es más traicionero que la nostalgia.

La puerta, como en los sueños, se abre sola y arrastra, como en las antiguas librerías, las notas disformes de un colgante de tubos metálicos que pende sobre la jamba.

Sale de la cocina el mismo posadero que en la primera función de teatro de Navidad en el colegio.
—Venía a…
—Están al fondo -interrumpe nervioso el dueño de la fonda.

Un abeto del que cuelgan inmensas bolas rojas brilla en la entrada, coronada por un televisor Telefunken que lleva varios años emitiendo ininterrumpidamente la carta de ajuste. Tras la barra, una botella de “Soberano” sostiene una serie incompleta del 30.684 que se ha quedado sin vender. Huele a cabezas de cordero asadas y a piel de naranja. Hay villancicos de fondo, seguro, pero el autor no ha reparado en nada. Sólo tiene ojos para la tenue luz que escapa de un ajado portalón de barnices descascarillados, al que se dirige sin saber muy bien con qué afán empujar el pomo.
Pero no hay opción. Portales también ha escuchado el tintineo y se aparece servil y emocionado.

—Querido, querido, qué bueno que has venido, bienvenido, bienvenido.

—Gracias -responde abrumado el autor, que tras tender la mano y recibir hasta dos reverencias del bedel, se ve arrastrado a un sincero abrazo.

—Adelante, adelante, estamos todos, bueno casi todos, pero usted lo comprenderá mejor que nadie, aun así hemos venido casi todos, casi todos.

Y sí, están casi todos.

Hay en el centro una robusta mesa de madera cubierta con un mantel de papel. Las sillas rodean la estancia, apoyadas en cada pared. Sólo hay en el techo una lámpara con el mismo esquinazo roto y la misma bombilla amarilla que brillaba interrumpida en su habitación de chico en Madrid. El aperitivo reposa en platos de plástico, como los vasos, como en los cumpleaños, como la guirnalda que decora uno de los muros y en la que se lee, mate:

“Felices VEINTE NAVIDADES”.

Hay cierto bullicio de reencuentros y empatías, de recuerdos y caridades. Y eso que allí nadie conoce a nadie o más bien no deberían conocerse, pero todos tienen las mismas raíces, la misma conciencia, los mismos valores, han sido fabricados con los mismos retales, cosidos con las mismas piezas, todos son tan distintos, pero todos son el mismo padre, la misma madre, el mismo abuelo, la misma hija, el mismo novio, la misma soledad, el mismo refugio, el mismo desamparo, la misma esperanza y la misma fe junto a la misma evanescencia de haber regresado todos y cada uno de ellos del ayer, de haber aspirado un efímero presente y de haber quedado vagando en ese más allá de los cuentos perdidos, que es el mañana a donde viajan esas pequeñas historias que alguien escribió, alguien leyó y nadie recuerda más que en la impronta indetectable que deja, en el electrocardiograma de cada corazón, una risa, una lágrima, una emoción.

Permanece el autor bajo el quicio, ante la mirada nerviosa de Portales, que no sabe cómo captar la atención de los presentes. Finalmente, articula unas torpes palmadas e interrumpe la velada.

—Por favor, amigos, por favor. Por fin ha llegado.

Se hace el silencio en la sala, se elevan los rostros expectantes y el autor queda en el centro de todas las miradas. Nadie se atreve a romper ese instante en el que todos se vuelven de nuevo a sentir vivos, a sentirse reconocidos, a sentirse encontrados. Para el autor es un estallido atómico de fantasmas, de melancolías y nostalgias, de propósitos y fracasos, de sorpresas y hallazgos, de gritos y soledades, de silencios y regresos, de besos y llantos, de traumas y anhelos, de sueños y perdones, todo allí, de golpe, frente a frente, encarnado en todos esos personajes surgidos tras veinte años ininterrumpidos escribiendo relatos navideños.

Se muerde el autor los labios, entre el rubor y la congoja, se mira a ese espejo que es el resumen de todo lo que ha bullido, bulle y bullirá en nuestras vidas e intenta articular palabra, pero no le dejan. Alguien inicia un aplauso y la ministra se abre paso para dar el primer abrazo. Ella, de rojo caramelo, domina el espacio, el tempo, se siente anfitriona, aunque haya sido la última en llegar.

—Ves como no soy ni tan maniática ni tan mala como me pintas. Mira qué fiesta tan bonita hemos montado. Anda, toma, guárdatelo de recuerdo -le dice la ministra al autor tendiéndole el San José “casi” decapitado, pues el pegamento sigue aguantando tras el golpe del año pasado.

El autor toma la figura sin pensarlo, sin saber qué decir y cuando va a decirlo sin poder apenas decir, porque todos se aproximan a saludarlo y Ginés Portales permanece a su vera intentando introducirle a cada personaje, aunque el autor no necesita presentaciones de tanto que los imaginó.

Porque allí está Rubén, recién nacido, trajinando con un puñado de espumillones y una bola dorada en la que quedó eternamente impreso el reflejo de su rostro y el de su padre.

Allí está el abuelo Felipe, con su garrota de mil nudos y esos bizcochos de soletilla que siguen recordándonos la importancia de las pequeñas cosas.

Allí están Antonio y su hijo Ángel, aferrados al oso Abel, aquel muñeco de trapo que recorrió tantas infancias pasadas pero que se hizo símbolo de lo que nos une desde el ayer hasta el mañana.

Está el duende Tristán, alborozado, repartiendo calcetines extraviados, porque el auténtico lujo de la Navidad es tener a alguien que te haga feliz.

Está María, con las manos vacías, porque el tiempo termina por curar las heridas, porque nadie tiene por qué permanecer aferrado a quien no le quiere; porque todo el mundo tiene derecho a romper con su pasado y a dejar que la tormenta arrase con todo, incluido un inocente par de zapatos.

 Es curioso que esté charlando con Esther y con Carlos, las manos entrelazadas, porque el tiempo termina por curar las heridas; porque nadie tiene por qué permanecer lejos de aquel a quien más quiere; porque todo el mundo tiene derecho a recuperar su pasado; porque la vida es como una gota de agua que se escurre por el ojo de una aguja y hay que sorberla y dejar que la tormenta te sorprenda siempre aferrado a algo, aunque sea un billete de American Airlines rumbo a Nueva York.

A su lado, discreto, está Álvaro, el primer esbozo del José Antonio de la novela “Tiempo de Tránsito”, hacedor de los trenes de mercancías más bonitos del mundo, que sostiene del brazo a Jacobo, aquel ladrón de libros que le enseñó que sea cual sea tu invierno el último tren también puede ser el primero.

Ambos dibujan una sonrisa tímida, que el autor devuelve con la más agradecida de sus miradas, mientras se acerca Patricia, esa mujer siempre tan bella, tan firme, tan sincera, que se adelanta y le da un abrazo desde la paz de quien ha encontrado por fin el sentido al ajetreo de sostener el pulso vital de toda la familia. Tierna, desliza en el bolsillo de la chaqueta del autor aquel cerdito de cerámica que le regaló su madre en el lecho de muerte y que entre poema y poema le devolvió a todas las cosas su sentido.

—Gracias -se le oye explicar.

Es la misma palabra de Andrés, que ha venido con Marcos, Perico, Alba, Ángel, José Ignacio, Maribel, Mario, Cristina, Daniel, Marta, Clara e Inés, esa familia reunida en torno a la mesa de Navidad casi como quien acude a las Urgencias del hospital y que encuentra en su anciano padre el refugio, el consuelo y la esperanza para todos los males y dificultades. No hay mejor medicina.

Su jolgorio contrasta con la mueca siempre arrepentida de ese otro Andrés, obsesionado con el poder de alterar las vidas desde la insignificancia de las casualidades y las causalidades y que, en todo caso, aprendió gracias a su psicóloga que en la vida no hay nada más inútil que pretender tener siempre la razón.

—Y qué si la tienes. ¿Para qué la quieres? -le reprocha vehemente el autor a ese su otro yo, mientras estrecha con gratitud las manos de la psicóloga.

Seguro que no le hubieran ido nada mal un par de sesiones con ella a Pili, y por qué no también a su marido, Pepe, que han venido con su Jose y con las niñas y juraría que con la nuera Françoise. Cuántos miedos absurdos nos atenazan a la hora de expresar nuestros sentimientos, pero qué valientes fueron Pili y Pepe al reivindicar que una madre y un padre nunca molestan, que es necesario viajar hasta donde sea para llamar a la puerta y que no hay más dicha que volver a casa por Navidad.

Corretean las nietas subidas a las sillas, como si fueran un puente colgante, y saltan por encima de una mujer que, serena y retraída, permanece sentada con los codos apoyados en un inmenso libro, insoportable desahogo de ese amor al que finalmente perdonó pero aún no regresó. El autor la saluda, respetuoso, con la mano alzada desde la distancia, y ella sonríe, con ternura, comprendida, ante el derecho que todos tenemos a, cuando atravesamos dificultades o cuando nos asfixia la melancolía y la nostalgia, dejar que la Navidad también sea un momento de austeridad emocional.

Austeridad a veces también impuesta, como sucedió durante la pandemia, para luego implosionar en esa carrera efervescente por recuperar el tiempo perdido y darnos cuenta de que en medio del drama más profundo la vida siempre sale adelante, a menudo de la mano de aquellos que no vemos y que tenemos delante. Por eso se alegra el autor tanto de que también esté por allí Fran, perdido en el mar de los ojos verdes de Almudena, mientras charlan animadamente con Javier e Ingrid y con Luis y Ana, que sostiene entre los brazos a su gato Baker, alma de tantas soledades.

Y hablando de soledades…

—Me alegro de saludarle, caballero.

Es Carlos, locutor de ustedes, cogido del brazo de Carmen, henchida no tanto por estar al lado del admirado periodista después de haber protagonizado un mítico final de su programa de radio, sino porque esta noche es la Navidad tantas veces deseada, pues le acompañan por fin su hijo Pedro y su nuera Rocío, con sus pollitos Martín y Valeria, y están su hija Mari Jose y su yerno Thorsten, con sus tres vástagos alemanotes, allí, por fin, todos ellos, que nacieron para volar y Carmen para ver cómo vuelan, aunque a veces se les echa tanto de menos…

Esa es la misma sensación de Anastasio, de Emilia, de Paquita, de Humberto, que han llegado directos desde la residencia de ancianos acompañados de su cuidadora y de ese loro que ya siempre les guía “…por España y Portugal…”. Hace tiempo que transitan por la edad profunda de las añoranzas, convencidos de que en cualquier momento de nuestra vida necesitamos gente a la que besar y abrazar o al menos gente de la que recordar sus besos y sus abrazos.

Abrazos como el de aquel padre y su hijo futbolista, presenciado por Tomasete en el inolvidable campo del Alburaca. Ha venido el chaval con un balón debajo del brazo y acompañado hasta del árbitro calvo.

—Cuenta lo que me dijiste aquel día, cuéntalo -le pide el arbitro a Tomás con retranca.

—Pues iba este ya con la amarilla en la mano y le dije lo mismito que veinte años antes: “Calla, coño. ¿No ves que es su padre?” -y todos en la sala sueltan una carcajada.

Ginés Portales, que había desistido hacía ya bastante rato de permanecer al lado del autor, se acerca de nuevo solícito para captar su atención.

—Amigo, te tengo preparada una pequeña sorpresa. Ven conmigo -y le invita a caminar hasta el fondo de la sala.

—Sí, sí, la sorpresa, la sorpresa -grita animada la ministra.

 Como era de espera el bedel, compulsivo, ha hecho de la suyas. Un coqueto belén se despliega sobre cuatro cajas de cartón, cubiertas de corcho, musgo, pajas y arena.

El autor no tarda en descubrir que tiene ante sí el mismo misterio de su infancia, la misma estrella de cartón y purpurina, el mismo pozo horadado en su base con un cuchillo, el mismo pescador con la caña de la que pende un hilo sacado de la caja de la costura, el mismo Baltasar despintado, el mismo diminuto castillo de Herodes, el mismo Jesusito con el aura extraviada, el mismo San José con un palillo por bastón, la misma mula de orejas gachas y el mismo río que el autor recortaba cada Navidad junto a su madre con papel de plata. Su madre…

Nuestro protagonista alza emocionado la vista y Ginés Portales adivina lo que en ese instante pasa por su cabeza: ni más ni menos que el único personaje esa noche ausente. El bedel se atreve a tomar la palabra.

—Dije que estaban casi todos. Lo dije, ¿verdad?

—Verdad -asiente resignado el autor.

—No olvides, amigo, que esto no es otra cosa que el más allá de los cuentos perdidos. Tu madre no está aquí porque tu madre habita en ti, porque tu madre es eterna.

—Que así sea -responde esperanzado el autor, convertido desde ahora y para siempre en un personaje más de ese universo de historias tejidas a lo largo de los últimos veinte años entre la esencia palpable y la esencia efímera de la prensa periódica.

III

Está ya amaneciendo cuando el autor regresa a casa. Madrid despierta bajo la escarcha de palomas extraviadas y la niebla de alcorques cohibidos. Resuenan los pasos con el eco firme del camino encontrado y la levedad de regresar del más allá ligero de equipaje, desnudo de tantos cachivaches que seguirán por siempre allí guardados y de tantas emociones que vagan en los corazones de aquellos lectores que no dudaron en compartir tras cada lectura sus lágrimas, sus risas, sus melancolías y sus nostalgias.

A la llegada, la luz del portal permanece encendida. La puerta se abre automáticamente. Tal vez aún quede en el ambiente algo de magia. Por eso nuestro protagonista no se deja vencer por el cansancio y antes de subir al ascensor se acerca decidido al buzón porque…

—Y si tal vez… -se dice

Sin querer asomarse por el hueco, introduce la llave a trompicones, que gira hasta abrir la portezuela, que esconde un nuevo sobre en el que la dirección esta vez sí está escrita con bolígrafo negro; un sobre en el que esta vez arriba a la derecha sí hay sello; un sobre cuadrado con solapa de pico y engomado que rasga hasta extraer un trémulo recorte de periódico.

Es una foto intrascendente de un árbol navideño en blanco y negro, rodeado de nieve sobre la que brilla el trazo decidido de quien no se rinde, de quien no desfallece, de quien no le cambia el ánimo a la vida, de quien asume el momento y sigue hacia adelante porque, pese a la enfermedad, cada amanecer ofrece mil y una oportunidades. Son cinco palabras de su puño y de su letra, para qué más, cinco palabras sencillas que esconden un inmenso esfuerzo y que encierran la clave que sustenta todo este universo:

Feliz Navidad.
Te quiere, Papá”

La emoción rinde al autor, sabedor de que no hubo lector más fiel que su padre a lo largo de estos años, de que probablemente él fue el único que leyó y releyó hasta hartarse cada uno de los relatos y que es el único que los conserva impresos, apilados en su vieja estantería, en su más acá de los cuentos encontrados.

FIN

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