Entró el abuelo Antonio al comedor con la cara barrida de surcos y la mirada baja. Se dejó caer en el sofá y alargó el brazo para que Marcos, plantado bajo la puerta, se aproximara. Avanzó el crío como de costumbre, con el dedo índice arrastras por la mesa de cristal, para dibujar su huella en el polvo semanal que cubría platillos y baratijas, y se sentó en su regazo. El abuelo buscó sus manos calientes, pero el frío no lo traía de la calle, lo llevaba dentro.
—¿Te has enterado?
—De qué, abuelo.
—Se ha muerto Lola Flores -y Marcos miró a los ojos del anciano, llorosos, y creyó que le dolía la pérdida, pero más le dolía el ayer y el paso del tiempo.
Traía el abuelo sobre los hombros una cazadora verde, de cuyo bolsillo interior sacó un alfajor.
—Toma, cómetelo. Que no te vea tu madre. Seguro que hay más para mañana en la cena…
—La abuela siempre los tiene contados en Nochebuena -le respondió Marcos.
—La abuela es la que me lo ha dado… -y a Antonio se le fueron de los ojos las lágrimas y la mueca de pena y se le dibujó la misma sonrisa que al crío se le escapaba entre las migas del alfajor.

\

Años más tarde, una vez que la Faraona se transformó de ídolo en mito y rozó los altares como icono cuasi mariano, Marcos siempre regresaba a aquella tarde de diciembre. Cuando retumbaba el “si me queréis, irse” se acordaba de su abuelo; cuando se escuchaba lo de “cuando me muera a lo mejor pido que en la caja me la metan… la bata de cola” se le aparecía la cazadora verde; y cuando repetían en bucle su torbellino y el posterior “se me ha caído un pendiente… ustedes me lo van a devolver, mi trabajito me costó” se acordaba del alfajor. Eso sí, cuando cada Navidad se comía un alfajor, todo aquel sabor le devolvía vívida la suavidad de la cazadora verde, los ojos humedecidos de su abuelo, Lola Flores en la caja con su bata de cola y aquel mes de diciembre.
—A mí jamás se me va a olvidar el día que murió Lola Flores -repetía Marcos cada Nochebuena y despanzurraba su sabelotodismo entre las migas que caían sobre la mesa.
—Ni tampoco el gol de Ancelotti -le azuzaban algunos de sus sobrinos en tono provocador con la vista puesta en las luces del árbol, sin saber qué les hacía más gracia, si lo que contaba o cómo lo contaba.
—¿Os he hablado alguna vez de que en aquel quirófano había un abeto repleto de bolas y espumillones azules?
—Doscientes veces -repetía su mujer.
—Calla mamá. Deja que lo cuente -le reprochaban todos en la mesa.
—¿Cómo iba a haber un abeto en un quirófano? -preguntaba extrañado el noviete de su hija Lucía…
…y Marcos se arrancaba de nuevo con la misma historia, no sin preguntarse desde cuándo a los novios listillos de 15 años se les invitaba a las cenas de Nochebuena.
—No sé si os he contado que cuando tenía trece años me rompieron la nariz en el patio del colegio jugando al fútbol porque…
—Yo creo que te puedes ahorrar esa parte, ¿no? -le cortaba su mujer.
—Bueno, el caso es que me operaron en la Clínica San Rafael. Yo iba con mi pijama de casa…
—¿Seguro? -soltaba el noviete.
—¡Calla! -le ordenaban los hijos.
—…y subí al quirófano en un ascensor acompañado de un celador vestido de blanco…
—Si iba de blanco sería una enfermera -interrumpía de nuevo el noviete.
—¿Te quieres callar? -le soltaba Lucía cortante, y el chaval se mordía la lengua.
—…y al abrirse las puertas apareció un pasillo todo forrado de azulejos y a un lado una silla negra, con un agujero en el escay, por el que se escapaba una espuma de un amarillo como podrido…
—¿Pero nos estás contando una historia o estás escribiendo una novela? ¿Quieres abreviar? -le reprochaba su mujer.
—Ay mamá, qué pesada. Calla ya, jobar -le cortaban los hijos.
—Pero vamos a ver, ¿lo cuento o no lo cuento? -se ofuscaba Marcos.
—Queeee sí… -respondían todos en la mesa a coro.
—Pues eso, que estaba allí sentado en aquello que era como un baño enorme y ya me llamaron y me tumbaron y reparé en las luces azules y en las bolas y en el árbol de Navidad que tenían en un rincón…

—Al grano.
—… y cuando comencé a despertarme, yo solo gritaba en sueños “¿dónde está mi padre? ¿Y mi padre? ¿Dónde está mi padre?” y ya me espabilé y allí estaba mi padre en la habitación, sin separarse de mí, y con el médico al lado repitiendo como un papagayo “está perfecto, perfecto”, y yo dando bocanadas como un pez fuera del agua porque tenía unos tapones en los agujeros de la nariz, prietos, más largos que mi dedo, que me iban desde fuera hasta casi la altura del entrecejo pero por dentro, y el doctor estaba con un aparato de esos redondo con un circulito en el medio que llevaban en la frente los médicos de los tebeos y venga a mirarme y yo con un dolor de cabeza que me creía que me habían metido los tapones hasta el cerebro y debía estar poniendo una cara horrible, como cuando…
—Al grano.
—…pues que el médico, para hacerse el simpático, me dijo: “¿Y tú de qué equipo eres?” Y yo le dije: “Del Madrí”. “Hombre, sí señor, del Madrid, pues dile a tu padre que luego te ponga la tele que juega la eliminatoria de Copa de Europa contra el Milán…” Y mi padre no tenía monedas para echarle al cacharro que tenía la tele, muy pequeña, en una esquina del techo de la habitación, pero le dieron cambio en la cafetería y le echó dos monedas de 20 duros y me pusieron la tele y a mí me cambió la cara y me puse tan contento… Hasta que el cabrón de Ancelotti la enchufó desde fuera del área y Buyo que estaba adelantado se la comió…

—¿Remontó el Madrid? -preguntaba el noviete.
—¡Cállate, por Dios! ¿No sabes que perdió 5-0? -le cortaba definitivamente Lucía.
—… el caso es que a la mañana siguiente vino el mismo doctor. “Está perfecto, perfecto”, seguía repitiendo. Y entonces se volvió a poner en el ojo el círculo ese metálico, sacó unas pinzas de las del tamaño de una barbacoa, agarró de una de las puntas de los tapones y comenzó a tirar. “¿Viste anoche el partido?”, me decía el médico por distraerme, mientras yo sentía que me arrancaban de nuevo la nariz. “¿Lo viste o no?” Y yo asentía. “Estate quieto”, me ordenaba y seguía tirando y seguía saliendo el tapón. “Ah, que me dijiste que eras del Madrid”. Y seguía saliendo el tapón que no se acababa nunca. Entonces, a medio sacar comenzó con el otro. “Vaya disgusto, ¿eh?” y con los dos tapones medio fuera me pasó los dos pulgares presionando por ambos lados del hueso y vi las estrellas y de nuevo “está perfecto, perfecto”. Y regresó a las pinzas y a seguir sacando los tapones. “Un desastre el Madrid”, me decía el médico y yo con un cabreo porque a mi Real Madrid “no me lo toca nadie” y en esas que definitivamente de un tirón sacó los dos tapones al tiempo que me decía “…y vaya golazo del Ancelotti ese” y por fin se liberaron los dos orificios nasales y por fin después de casi 48 horas sin poder respirar por la nariz hice una aspiración fortísima y sentí cómo el oxígeno me llegaba profundísimo, casi hasta el cerebro y noté el golpe de un olor intensísimo primero a limpio, luego a hospital, a medicina, a frío, casi hielo, que me dolía el aire que subía como un torrente por la nariz y vi de nuevo el color azul del quirófano y el árbol de Navidad con las bolas y pensé en el partido de fútbol, en la derrota y el médico me miraba expectante con el aparato ese en el ojo, y los tapones kilométricos como dos trofeos amarrados con las pinzas y me preguntó: “¿Qué tal, eh, qué tal?” Y yo le contesté:
—¡¡¡Que se vayan a la mierda Ancelotti y el Milán!!! -respondían a coro todos en la mesa y estallaban las carcajadas y seguía la Navidad.

\

Hoy es un sábado cualquier de finales de septiembre. Ha pasado el tiempo. ¿Cuánto? Qué más da. Es el cumpleaños de Lucía, 27, que terminó casándose con el noviete de toda la vida y como siempre fueron rápido pues ya tienen un pequeño de tres años: Tomás. Están sus primos, poco más mayores, porque están todos los hermanos de Lucía, y las cuñadas, y está su madre y, claro, a su lado, con ya todos sentados a la mesa, está su padre, Marcos, con cara de contrariedad. No le está gustando el menú. No es que la comida no esté buena, es que no le parecen los platos más apropiados, pero se calla e intenta sonreír, aunque no le sale. Ahora bien, llega el café y se desatan las hostilidades. El detonante es lo que Marcos llama “urbanidad”.
—¿Pero qué es esto de todo el mundo levantado de la mesa? ¿Es que acaso la comida ha terminado? ¿Aquí no se respetan las normas de urbanidad? -lamenta Marcos mientras los niños corretean, la gente trajina en la cocina y se ha quedado en la mesa solo con su yerno.
—¿Pero qué es eso de “urbanidad”? Suena a Franco -le reprocha el eterno “noviete”.
Marcos va a responderle, pero no le da tiempo. Uno de los hijos entra en el salón con la bandeja de los cafés, hace una llamada y todos, incluso los niños, regresan a la mesa. Se sientan. Comienza el tintineo de las tazas. Faltaba Lucía. Viene de la cocina con una gran caja de dulces.
—¿Eso qué es? -pregunta Marcos alerta.
—Han empezado a vender los chavales del cole de Tomás cajas de polvorones para su viaje de fin de curso, de cara a la Navidad. El otro día les compré una caja y he pensado que para tenerlos ahí muertos de risa, pues nos los comemos hoy. ¿No te parece, mamá?
—Me parece estupendo, hija. Bien buenos que están.
—¿Polvorones? ¿Polvorones en septiembre? -reacciona Marcos-. 

¿Estamos locos?
—Yo ya he comprado un turrón de chocolate -responde una de las cuñadas.
—En el Centro ya están poniendo las luces -advierte el yerno.
—A mí me parece absolutamente fuera de lugar -sentencia Marcos.
—A ti te parece todo siempre fuera de lugar -le reprocha su mujer.
—Lo que quieras, pero ¿qué sentido tiene que estemos celebrando en septiembre la Navidad?
—No estamos celebrando la Navidad -le corta Lucía.
—¿Ah no? De primero langostinos, de segundo cordero y de postre la mesa llena de polvorones.
—¿Una caja es tener la mesa llena? ¿Pero qué dices, qué dices Papá?
—Digo que todas las cosas tienen su momento y hay que respetar las tradiciones y no consumir sin más ni dejarnos engañar por todos los que quieren hacer negocio a costa de nuestros sentimientos.
—¿Pero qué sentimientos, papá? ¿Qué tiene que ver lo que estás diciendo con comernos unos simples polvorones?
—¿Cómo que qué tiene que ver? Si ya no respetamos los polvorones en Navidad, ¿qué va a ser para tu hijo Tomás la Navidad?
—Papá, ¿de verdad que la Navidad para ti es una caja de polvorones?
—¿He dicho yo eso? ¿Quién ha dicho eso? Yo no he dicho eso. ¿Acaso lo he dicho?
—Hombre, Marcos, acabas de decir que… -intenta intervenir el yerno, pero una vez más no le dejan.
—Yo lo que digo es que el tener un momento del año para estar todos juntos, para celebrar que estamos bien, para dar las gracias a Dios por todo lo que tenemos, para recordar a todos los que echamos de menos porque han fallecido o no pueden estar con nosotros, para hacer balance de nuestras vidas, para reafirmar nuestros valores y creencias, para tantísimas cosas se necesita de gestos, tradiciones, símbolos… que nos refuercen y nos convoquen.

—¿Como los polvorones?
—Sí, Lucía, como los polvorones, como el árbol de Navidad, como el turrón, como el Belén y como tantas cosas que sirven para unirnos, para mostrar nuestros sentimientos y para ayudarnos a recordar nuestros afectos y emociones.
—¿Por unos polvorones?
—Sí, por unos polvorones y basta ya de tanto retintín y de que estemos dando el espectáculo.
—Sí, vamos a tranquilizarnos, por favor, Marcos -le ruega el yerno.
—Pues ahora no me tranquilizo.
—Pues no te tranquilices, pero a mí me parece que hoy estamos todos juntos y hay que celebrarlo igualmente y qué mejor que unos polvorones -interviene la madre.
—Claro, y luego no sabremos ni qué es lo que estamos recordando…
—Pero qué dices, papá, por Dios -lamenta Lucía.
—Pues digo que el día de mañana comerás un polvorón y cuando sientas su sabor en la boca no te recordará a nada. Será lo mismo que comerte un cacho de pan. Un sinsentido.
—Yo siempre que como pan de ese de ahora, el de levadura madre, me recuerda a cuando de pequeños íbamos a tu pueblo, papá.
—Pues muy bien. Pues a partir de ahora los polvorones nos recordarán a cualquier cumpleaños, pero no nos recordarán a Navidad.
—Pues bien bonito que es que nos recuerden a un cumpleaños y te repito lo que ha dicho mamá: estamos todos juntos.
—Nos recordarán a un cumpleaños, a una merienda, a un desayuno, a una cena cualquiera pero… ¿Y qué nos recuerda a la Navidad, eh?
—Pues muchas cosas, papá.
—¿Qué cosas? Si estamos en septiembre y ya nos están metiendo por los ojos las luces, el turrón, los polvorones… Cuando yo era pequeño…
—Sí, papá, Lola Flores.
—Y Ancelotti -añade el yerno en busca del aplauso familiar.
—Pues sí, Lola Flores y Ancelotti, y mi abuelo, y mi padre, y todos aquellos que me querían y, por supuesto, un alfajor y un árbol que me llevan a mi infancia y a mis valores y a mis raíces y a mis creencias y os pido un respeto. Son mis navidades, son mis recuerdos, es mi vida.
—No sé por qué te pones así.
—Me pongo como quiera ponerme. Y si queréis nos sacamos ahora las panderetas y nos ponemos a cantar villancicos. ¡Venga, niños! A ver si conseguimos que nieve y mandamos a tomar viento el veranillo de San Miguel.
—Eres terrible, te pones insoportable -lamenta la madre.
—Vosotros os estáis riendo de mi abuelo y de mi padre.
—Nadie ha nombrado ni a tu abuelo ni a tu padre. Nadie se ha reído de nadie. Solo hemos recordado tus historias de Lola Flores y Ancelotti.
—Para mí es lo mismo. Dejad en paz mis recuerdos de Navidad y respetad que, cuando me coma un polvorón, desee que me sepa a Navidad y que quiera que sea Navidad.
—Pues no te lo comas ahora.
—Pues no me lo como.
—A mí también me recuerdan a Navidad Lola Flores y Ancelotti. Siempre nos cuentas esas historias en Navidad -dice uno de los hijos.
—Venga, papá, cuéntalas -le insiste el otro.
—No, no es Navidad.
—Lo dicho, eres terrible. Pero, ¿qué te cuesta? -le dice su mujer.
—Pero si siempre me mandas callar.
—Para un día que no lo hago…
—Porque quieres fastidiarme y que lo cuente por no ser Navidad.

—¿Queréis dejarlo ya, por favor? -interviene Lucía.
—Pues ahora voy y lo cuento -y Marcos se arranca sin parar y aunque, le revienta, no se detiene ni una sola vez pese a que el yerno no da tregua: que si el otro día vio un documental de Lola Flores en Movistar; que si la frase exacta en la boda de Lolita no fue “si me queréis, irse, sino “si me queréis argo, irse”; que si Lola Flores fue la primera con la que se usó su imagen y su voz para protagonizar un anuncio íntegro hecho con inteligencia artificial; que si el anuncio era de Cruzcampo; que los que beben Cruzcampo no tienen ni idea de cerveza; que el pendiente de Lola Flores apareció años después; que lo encontró un trabajador del Florida Park; que a Ancelotti se le veía cuando era entrenador del Real Madrid en el Florida Park; que se fumaba unos puros del quince; que si queréis puros yo tengo un amigo que viaja a La Habana y me trae los mejores; que los puros de aquí no valen nada; que el “círculo ese de metal con un agujerito en el medio” se llama “espejo frontal”, ¿oís?, espejo frontal… y el yerno no para de interrumpir, todo el rato con el móvil en la mano, hasta que en una de las muchas pausas que hace Marcos, el yerno planta el iphone sobre la mesa y lanza una pregunta desconcertante.
—Pero Marcos, ¿en qué año murió tu abuelo?
—Mi abuelo murió el 4 de noviembre de 1993. Lo recuerdo perfectísimamente porque por entonces…
—¿Y tú sabes cuándo murió Lola Flores?
—Pues antes, como poco un año antes. Si el alfajor no me falla, pues sería como tarde en diciembre de 1992.
—No, querido suegro. ChatGPT dice que murió el 16 de mayo de 1995, casi dos años después de que falleciera tu abuelo.
—Imposible. No me lo creo.
—ChatGPT no falla…
—Que no, que no.
—Créetelo, papá. Algo no cuadra en tu historia -confirma Lucía.
Y no hay duda. Se hace el silencio, casi de tanatorio. Hasta los niños se quedan callados sin saber qué pasa. Solo se escucha el tableteo del yerno sobre la pantalla del teléfono. Está desatado. Duda ya de todo, y prosigue.
—Mira, mira. ¿Y sabes cuándo fue el partido ese del Milán y del Madrid del 5-0 y el gol de Ancelotti?
—En 1989, seguro, porque estaba yo entonces en…
—Sí, sí, el año vale, de acuerdo, pero ¿el día y el mes? ¿Recuerdas al menos el mes?
—Sería diciembre, y lo digo por el árbol. En aquellos tiempos se respetaban las fechas y no se ponía nada de Navidad antes de diciembre porque…
—Pues no. 19 de abril de 1989. Ojo, de abril.
—No puede ser.
—Pues lo es. Lo pone, papá, 19 de abril. Y es que además yo no me creo que hubiera en el quirófano un árbol de Navidad. Es imposible, papá, imposible -remacha Lucía.
—Pues… pues… -Marcos balbucea, ya duda de todo. La familia respeta el momento. Resulta embarazoso. De nuevo el silencio. Al final, Lucía toma la palabra.
—Es normal, papá, son recuerdos de muy pequeño. No pasa nada si uno no se acuerda de las cosas con pelos y señales… A veces mezclamos. A todos nos pasa. Eso no es lo importante.
Y Marcos asiente y se siente inseguro y hasta un tanto avergonzado y piensa que es muy posible que su abuelo no dijera Lola Flores y que a lo mejor aquella tarde quien se había muerto era Concha Piquer, puede que fuera, sí, Concha Piquer; y puede ser también que no hubiera un árbol de Navidad con bolas azules junto a la mesa de operaciones en el hospital, y que todo fuera que la anestesia proyectó en su memoria los dos focos redondos de la luz del quirófano, ardientes sobre sus ojos justo antes de quedarse dormido, tal vez…
Al final Marcos se decide a hablar.
—Decía mi bisabuela que “las cosas nunca son como fueron, sino como las recordamos”… y yo cada vez que me como en Navidad un alfajor me acuerdo de Lola Flores, pero sobre todo me acuerdo de mi abuelo; y cada vez que veo un árbol con bolas azules me acuerdo del gol de Ancelotti, pero sobre todo me acuerdo de estar yo con mi padre en el hospital viendo juntos el partido y su brazo sobre mi hombro…
—Y nosotros encantados de que te acuerdes de ellos y de tenerte con nosotros y que nos lo cuentes, papá.
Y Lucía le sonríe cariñosa y se levanta y se aproxima a su padre, que aun así, no las tiene todas consigo pues sigue preocupado por qué cosas recordarán y cómo las recordarán y a través de qué las recordarán sus hijos y sus nietos.
Es en ese instante cuando Tomás se aúpa a la mesa, estira sus dedos y atrapa un alfajor. Lo aprieta con fuerza y se le deshace en su mano de apenas tres años y se le escurren todas las migas de camino a la boca, pero la de tiempo a sacar la lengua y chuparse la palma y saborear ávido el dulce apegotonado, extasiado en el azúcar, en el sésamo y en la canela, mientras sus ojos se posan en su madre y en su abuelo, que se abrazan, como padre e hija, eternos, en una imagen que el niño jamás olvidará y volverá a recordar cada vez que se coma un alfajor…
—…preferiblemente en Navidad -suelta el yerno, y hasta Marcos se ríe a carcajadas.

 

 

FIN

Panel Cookies